En diciembre de 2013 los medios de comunicación se hicieron eco de las declaraciones efectuadas por el presidente boliviano, Evo Morales, en las que defendía el y trabajo infantil, argumentando que no debería eliminarse porque "crea conciencia social en los niños y adolescentes", aunque matizaba que "en ningún caso deberían ser explotados". No trato aquí de criticar la inoportunidad de las manifestaciones, pues el hecho de que un niño realice una actividad laboral -en muchísimos casos en actividades nocivas y peligrosas-, no solo no crea conciencia social, sino que más bien de lo que deberíamos concienciarnos es precisamente de lo contrario.
Dicho y hecho: el Gobierno de Bolivia promulgó el día 17 del pasado mes de junio, mediante la Ley 548, el “Código del Niño, Niña y Adolescente”, que autoriza de forma "excepcional" el trabajo infantil desde los diez años; de 12 a 14 años se permite el trabajo remunerado, siempre que cuente con la autorización de los padres y de la Administración Pública; y partir de los 14 años, se autoriza el trabajo en la medida que se cumplan los derechos laborales.
La Declaración de los Derechos Humanos, y la Organización de las Naciones Unidas, establecen que los niños tienen derecho a protección y asistencia especiales. Y en relación al trabajo infantil, la normativa internacional de derechos humanos lo prohibe y recomienda la elaboración de políticas públicas para lograr su erradicación. En la Convención sobre los Derechos del Niño, ratificada por el Estado boliviano en mayo de 1990, se manifiesta el derecho del niño a estar protegido contra la explotación económica y contra el desempeño de cualquier trabajo, disponiendo la nueva Constitución boliviana del 2007, que “los derechos y deberes consagrados en esta Constitución se interpretarán de conformidad con los tratados internacionales de derechos humanos ratificados por Bolivia”. Y los artículos 60 y 61 recogen la necesidad de velar por el interés superior del niño y prohíben el trabajo forzado así como la explotación infantil. Digamos, por tanto, que la normativa boliviana es, como poco, de dudosa legalidad. Sin embargo, frente a ello, chocamos con una realidad incuestionable: los datos que ofrece UNICEF son escalofriantes. Del millón y medio de niños de 7 a 13 años que hay en Bolivia, cerca de 116.000 trabajan. En Bolivia más de la cuarta parte de los 729.000 adolescentes entre los 14 y 17 años, trabaja. La Organización Internacional del Trabajo, en su informe de 2008 sobre “Magnitud y Características sobre el Trabajo Infantil en Bolivia”, incluso eleva la cifra a 27,94% de los niños y adolescentes entre 5 y 17 años (alrededor de 848.000 personas).

No pretendo ser simplista. Es evidente que esos buenos resultados de la economía boliviana no se deben exclusivamente a la producción infantil (más bien son consecuencia de la política de nacionalización de hidrocarburos y el auge de la extracción de gas), pero no podemos negar la importancia que esa cantidad de mano de obra ha de tener, necesariamente, en la productividad del país. Y no es Bolivia el único caso. Los países subdesarrollados con mejores índices de crecimiento en los últimos años, como Perú, India o China, padecen también elevadas cifras de explotación infantil. Y lo mismo ocurrió en los países del “Primer Mundo” durante el siglo XIX y principios del siglo XX. Son hechos incuestionables.
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